The True Dangers of Trump’s Economic Plans
His Radical Agenda Would Wreak Havoc on American Businesses, Workers, and Consumers
El mes pasado, el gobierno del presidente venezolano Nicolás Maduro y la coalición de oposición más grande del país reanudaron negociaciones para abordar la crisis en Venezuela que lleva ya varios decenios. Maduro, quien sucedió a Hugo Chávez como presidente en 2013, ha repelido los intentos de la oposición de sacarlo del cargo mientras Venezuela se ha deslizado hacia una catástrofe económica y humanitaria. En un primer paso hacia una solución política, en una reunión el 17 de octubre en Barbados, las delegaciones firmaron un conjunto de acuerdos que establecen planes para una elección presidencial competitiva en 2024. Aunque Estados Unidos no es formalmente parte de estas negociaciones, Washington ha indicado que aliviaría las sanciones económicas que comenzó a imponer en 2017 si la administración de Maduro concediese a la oposición garantías democráticas. De hecho, el día después del avance en Barbados, el Departamento del Tesoro de EE. UU. suspendió algunas de sus sanciones sobre el petróleo venezolano.
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Pero las desavenencias que podrían descarrilar las negociaciones surgieron casi inmediatamente. El principal punto de contención es la prohibición que el gobierno de Maduro ha impuesto sobre la participación de algunos candidatos de la oposición en las elecciones. La principal coalición de oposición nombró a una de las políticas inhabilitadas, María Corina Machado, como su candidata presidencial después de que ella lograse una victoria decisiva en una elección primaria el 22 de octubre. El Ministerio Público, nominalmente una entidad independiente pero en la práctica controlada por Maduro, acusó a Machado de presentar declaraciones juradas de patrimonio falsas en 2014 mientras se desempeñaba como legisladora. Machado ha negado las acusaciones.
La habilitación de candidatos no fue el único tema que el acuerdo de Barbados dejó sin resolver. El acuerdo no contempló prácticamente ninguna concesión por parte del gobierno de Maduro que haría posible una elección libre y justa. El consejo electoral de Venezuela, que cuenta los votos de todas las elecciones, sigue dominado por los aliados de Maduro; la estricta censura de los medios mantiene en gran parte las opiniones de la oposición fuera del aire; y los partidarios del gobierno continúan teniendo acceso preferencial al empleo público y programas sociales. Además de esto, el alivio de las sanciones le proporcionará a Maduro alrededor de $10 mil millones en ingresos adicionales, más de una décima parte del PIB de Venezuela, justo a tiempo para que el gobierno aumente sus gastos antes de las elecciones.
Los halcones de la política exterior estadounidense fueron rápidos en criticar la flexibilización de las sanciones como una concesión demasiado grande a Maduro. Sin embargo, su crítica no atina el blanco. El apoyo de Washington al acuerdo de Barbados es un reconocimiento tardío de que los esfuerzos anteriores de EE. UU. para impulsar a Venezuela de vuelta hacia la democracia han fracasado. De hecho, con cada intento fallido, la oposición venezolana se ha debilitado. El acuerdo que la oposición firmó el mes pasado es casi una copia exacta de uno que rechazó en 2018, un claro ejemplo de su limitado poder de negociación.
Inicialmente, Estados Unidos prometió revertir su alivio de sanciones si el gobierno de Maduro no comenzaba a levantar las prohibiciones de candidatos y liberar a presos políticos antes del 30 de noviembre. Justo antes de que ese plazo expirase, los negociadores anunciaron que los candidatos inhabilitados podrán pedir la revisión al Tribunal Supremo de Justicia. La decisión, sin embargo, ofrece poca esperanza para la candidatura de Machado; el gobierno claramente no quiere que ella aspire, y el Tribunal Supremo rara vez se opone al gobierno.
En cualquier caso, es improbable que los Estados Unidos reviertan la flexibilización de sanciones. Las prioridades de la administración Biden parecen ser normalizar las relaciones con Venezuela, frenar los flujos migratorios y despejar el camino para que la industria petrolera del país, que controla las reservas de petróleo más grandes del mundo, vuelva a ser un proveedor confiable para los mercados globales.
Durante los últimos cinco años, Washington y sus socios venezolanos han insistido en que Maduro renuncie. El abandono de esa exigencia extrema debe ser bienvenido. Pero a medida que avanzan las negociaciones actuales, centrarse exclusivamente en las condiciones de la elección presidencial de 2024 sería un error. El sistema político del país, en el que el ganador se lo lleva todo, y la inestabilidad económica prácticamente garantizan una confrontación continua entre el gobierno y sus opositores. Las conversaciones que comenzaron en Barbados deben, por lo tanto, evolucionar hacia un diálogo más amplio sobre la reconciliación nacional. Al dejar de lado la exigencia de cambio de régimen, todas las partes pueden entrar en negociaciones con objetivos más modestos, pero, en última instancia, más factibles, para alivio humanitario y reformas económicas y políticas. El conflicto de Venezuela puede parecer insuperable, y lograr incluso un ligero progreso hacia su resolución no será fácil. Pero los líderes en Caracas y Washington les deben a los venezolanos el intento.
La administración Trump basó su política hacia Venezuela en la premisa de que la “máxima presión”, en forma de severas sanciones económicas, empujaría a los militares venezolanos a volverse contra Maduro e iniciar una transición democrática. John Bolton, el tercer asesor de seguridad nacional de Trump, escribió en sus memorias sobre la decisión de 2019 de imponer sanciones al petróleo venezolano: “Pensé que era hora de apretar las tuercas y pregunté, ‘¿Por qué no buscamos una victoria aquí?’” Los funcionarios estadounidenses pensaron que las sanciones podrían aumentar el poder de la oposición, y los líderes de la oposición respaldaron esta creencia. Ricardo Hausmann, un economista venezolano que formó parte de un gobierno paralelo reconocido por Washington hasta diciembre de 2022, escribió en la publicación en línea de Project Syndicate que “el no-reconocimiento... y las sanciones son las únicas fuentes de presión sobre el gobierno [de Maduro]”.
Ambos resultaron equivocados. Después de que Estados Unidos impusiera sanciones, los líderes de la oposición venezolana, envalentonados por el apoyo de la administración Trump, comenzaron a hacer demandas poco realistas de que Maduro renunciara al poder inmediatamente. Los líderes militares se unieron en torno a Maduro en lugar de alinearse con una oposición cada vez más agresiva y vengativa. En lugar de ayudar a lograr un acuerdo político, las sanciones de EE. UU. ayudaron a atrapar a Venezuela en un destructivo ciclo de conflicto. La oposición bloqueó el acceso del gobierno venezolano a recursos que podrían aliviar la crisis económica del país; Maduro, en respuesta, implementó políticas económicas y sociales para premiar a los partidarios del gobierno. Las facciones enfrentadas en Venezuela subordinaron las necesidades de la nación a sus propios intereses políticos, convirtiendo la economía en un campo de batalla.
Su lucha por el poder tuvo un alto costo para los ciudadanos comunes. La contracción económica de Venezuela es la más grande registrada en tiempos de paz en la historia mundial. Entre 2012 y 2020, el ingreso per cápita cayó casi tres cuartos. Hoy, cuatro quintas partes de los venezolanos viven por debajo de la línea de pobreza, una quinta parte están desnutridos y más de siete millones de personas han abandonado el país.
El fracaso de la “máxima presión” no debería ser una sorpresa. Las sanciones económicas tienen un historial irregular, en el mejor de los casos, en provocar los cambios políticos deseados, y su tasa de éxito es aún peor cuando el objetivo es tan ambicioso como un cambio de régimen. Además, las sanciones empeoran las condiciones de vida en los países sancionados. A medida que las sanciones afectan la economía, aumenta la pobreza, se deteriora la atención médica y se debilita la sociedad civil. El sector privado y otros actores no estatales pierden sus fuentes de influencia, lo que puede terminar fortaleciendo el control del gobierno sobre el poder.
No había razón para pensar que políticas que han sido contraproducentes en otros lugares funcionarían en Venezuela. Y si Estados Unidos, de manera más amplia, quería promover la democracia en el país, un objetivo loable, lo hizo de la manera incorrecta. Promover la democracia alentando el cambio de régimen es una estrategia llena de problemas. El primero es óptico: cuando Washington ejerce su poder económico contra ciertos gobiernos autoritarios mientras consiente a otros que son aliados clave, como Egipto, Pakistán o Arabia Saudita, invita a acusaciones justificadas de hipocresía y dobles estándares y socava estrategias más viables para la promoción de la democracia.
En segundo lugar, como Estados Unidos descubrió de la manera difícil durante sus intervenciones fallidas en Afganistán y Libia, no hay una forma rápida de convertir una autocracia en una democracia floreciente. Décadas de investigación muestran que las intervenciones externas rara vez conducen al surgimiento de democracias estables. Lo más común es que la democratización ocurre cuando la sociedad civil se vuelve lo suficientemente fuerte para resistir la interferencia de gobernantes autoritarios y lo suficientemente organizada para negociar límites al control estatal.
A pesar de su cabio de política hacia Venezuela, la administración Biden corre el riesgo de mantener un enfoque demasiado centrado en el único objetivo de presionar al gobierno de Maduro para que celebre elecciones transparentes. En este caso, la investigación académica también aconseja precaución. Las elecciones por sí solas no producen democracias estables. La democracia requiere instituciones que restrinjan el poder del Estado, preserven un papel para las minorías políticas y eviten que los líderes electos utilicen su autoridad para marginar a sus oponentes. Si hay garantías de que los ganadores de las elecciones no pueden usar el poder del Estado para perseguir a los perdedores, estos se sentirán lo suficientemente seguros como para reconocer su derrota e intentarlo de nuevo en el próximo concurso electoral. Sin estos elementos, una elección libre y justa no pondrá a un país en el camino hacia la democratización.
El actual sistema político de Venezuela carece de las instituciones necesarias para la democracia. La constitución del país de 1999, ratificada poco después de que Chávez, el predecesor de Maduro, asumiera el cargo, hizo de la presidencia venezolana una de las ramas ejecutivas más poderosas de la región. Tanto Chávez como Maduro han utilizado este poder para subordinar todas las demás ramas del gobierno a la presidencia. Bajo estas circunstancias, el campo de juego electoral está tan inclinado a favor del gobierno de turno que los políticos de la oposición optan por enfrentar al régimen a través de protestas violentas, boicots electorales o solicitando a potencias extranjeras que impongan sanciones. Sus acciones han permitido a Maduro caracterizar a la oposición como antidemocrática y antipatriótica.
Las conversaciones que se reanudaron en Barbados en octubre son el octavo proceso de negociaciones entre el gobierno de Venezuela y la oposición desde que Maduro se convirtió en presidente en 2013. Las siete anteriores terminaron sin un acuerdo o dieron lugar a acuerdos que se desmoronaron en la implementación, con cada lado acusando al otro de no negociar de buena fe. A menos que las conversaciones más recientes aborden los déficits institucionales del país, sus resultados probablemente no serán diferentes.
Para Estados Unidos, permitir que continúe la crisis de Venezuela no debería ser una opción. Aunque el colapso económico del país se debe en parte a años de mala gestión por parte de las administraciones de Chávez y Maduro, mi investigación indica que alrededor de la mitad de la contracción de la economía venezolana desde 2012 se puede atribuir a las sanciones lideradas por EE. UU. Los estándares de vida se deterioraron drásticamente después de que la administración Trump cortara a la industria petrolera de Venezuela el acceso a los mercados financieros internacionales en 2017. La recesión en el país se profundizó cuando Washington restringió aún más el acceso de Venezuela a los mercados petroleros y transfirió el control de los activos extranjeros del gobierno a la oposición en 2019.
A medida que Estados Unidos enfrenta los límites de su estrategia de coerción económica, también debería reconocer el dolor que sus sanciones han causado y asumir su responsabilidad comprometiéndose con un nuevo enfoque.
La salida a la crisis actual de Venezuela no es a través de un cambio de régimen respaldado por países extranjeros, sino a través de un acuerdo político inclusivo que permita la coexistencia de las facciones enfrentadas del país. Basándose en las estrategias de mediación de la paz y resolución de conflictos, las negociaciones deben centrarse en reformas institucionales que hagan posible compartir el poder. Estados Unidos y sus socios no deberían intentar ayudar a un lado a prevalecer en la lucha por el control del Estado. En cambio, deberían impulsar al gobierno venezolano y a la oposición a resolver sus diferencias pacíficamente y cooperar para abordar los problemas del país.
Para corregir el desequilibrio extremo de poder en Venezuela, un acuerdo político necesitará reducir la autoridad de la presidencia y proteger a las minorías políticas. Solo asegurando que el presidente no pueda abusar del poder de ese cargo Venezuela puede convertirse en una verdadera democracia electoral. Antes de discutir las condiciones para las elecciones de 2024, los negociadores deberían centrarse en eliminar la autoridad del presidente para convocar asambleas constituyentes, imponer límites a la reelección y establecer requisitos firmes de mayorías calificadas para nombramientos en puestos judiciales y ministerios clave. El público debería tener la oportunidad de votar sobre estas reformas en un referéndum constitucional antes de la próxima elección presidencial.
La violación sistemática de los derechos civiles y políticos por parte del gobierno de Maduro será un tema controversial en cualquier solución negociada. En 2020, una misión de determinación de hechos de la ONU encontró motivos razonables para creer que las autoridades venezolanas habían cometido crímenes de lesa humanidad, incluyendo asesinatos, torturas, violaciones y desapariciones forzosas. El fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) está investigando estas acusaciones. Como signatario del Estatuto de Roma, el tratado fundacional de la CPI, Venezuela está obligada a cooperar plenamente en la investigación de estos crímenes, la imputación de los perpetradores y la ejecución de sus sentencias.
El Estado venezolano deberá asumir la responsabilidad bajo el Estatuto de Roma, independientemente del acuerdo al que lleguen los políticos del país. Pero su acuerdo puede establecer un camino hacia la justicia que equilibre la responsabilidad por violaciones graves de los derechos con el objetivo de la reconciliación nacional. Nombrar a una figura imparcial para servir como fiscal general de Venezuela, un cargo actualmente ocupado por alguien leal al gobierno, sería un primer paso hacia la apertura de una investigación transparente sobre los crímenes de la última década. Un proceso de justicia liderado por Venezuela sería compatible con la práctica de la CPI de ceder jurisdicción a autoridades nacionales que realicen investigaciones creíbles de crímenes graves.
Los esfuerzos para resolver los problemas económicos y humanitarios de Venezuela deberían proceder por separado de las negociaciones sobre la distribución del poder y la justicia transicional. Las condiciones en el país son demasiado graves como para permitir que los desacuerdos políticos socaven una oportunidad de mejorar las vidas de los venezolanos. Como una vía hacia adelante, académicos y grupos de la sociedad civil, tanto dentro como fuera de Venezuela, han propuesto un programa de petróleo por bienes esenciales en el que los ingresos petroleros generados por la reintegración de Venezuela en los mercados globales se destinen a iniciativas humanitarias; el programa podría tener una junta de gobierno autónoma, con organizaciones internacionales supervisando la distribución de fondos. El gobierno de Maduro y la principal oposición llegaron a un acuerdo similar a finales de 2022 para utilizar activos previamente congelados para financiar gastos sociales, pero el plan aún no se ha implementado, y ambos lados se culpan mutuamente por la demora.
Las decisiones de Estados Unidos y el Reino Unido de no reconocer al gobierno de Maduro son un impedimento clave para la liberación de fondos. Desde 2019, los activos estatales venezolanos en ambos países han estado bajo el control de la oposición venezolana, lo que ha impedido su uso para proporcionar alivio humanitario. Para sortear esta limitación, el gobierno y la oposición podrían acordar nombrar una junta no partidista para administrar los activos externos de Venezuela con el apoyo de organizaciones internacionales, y los gobiernos de EE. UU. y Reino Unido deberían comprometerse a respetar la autoridad de la junta.
Los negociadores venezolanos también deberían comenzar a discutir un programa de reformas económicas esenciales que pueda avanzar independientemente de quién gane la próxima elección presidencial. Estas reformas deberían centrarse en la recuperación del sector petrolero del país, la privatización de empresas estatales ineficientes, la reestructuración de la deuda externa, la garantía de los derechos de propiedad para inversores nacionales y extranjeros, y la despolitización de los programas sociales. Como mínimo, pasos como estos deberían permitir que Venezuela recupere algunas de las pérdidas de la última década. Pero si las facciones políticas del país pueden ir más allá y comprometerse a formar un gobierno de unidad nacional después de las elecciones de 2024, con profesionales no partidistas liderando entidades como el ministerio de finanzas, el banco central y la industria petrolera estatal, podrían sentar las bases para una recuperación económica mucho mayor.
El conflicto de Venezuela está profundamente arraigado, y será un desafío para el gobierno y la oposición llegar a un acuerdo viable para compartir el poder. Esa es una de las razones por las que las negociaciones deben avanzar en dos frentes: uno dirigido a una reforma política integral y el otro enfocado en la emergencia humanitaria inmediata. Incluso si el primero resulta inviable, el segundo podría lograr un avance real en abordar problemas urgentes como el deterioro de los servicios públicos y la falta de alimentos asequibles para muchos venezolanos.
A pesar de las dificultades inherentes, un enfoque de resolución de conflictos ofrece la mejor oportunidad para un acuerdo negociado pacífico que ponga fin a la crisis de gobernanza de Venezuela. Con un objetivo de coexistencia, en lugar del triunfo de un grupo sobre otro, los negociadores pueden converger en reformas que ambas partes consideren una victoria. Si un acuerdo garantiza tanto a los herederos del movimiento político de Chávez como a sus oponentes la oportunidad de participar en la política venezolana, en lugar de verse amenazados con persecución y represión si pierden en la próxima elección, el riesgo de aceptar un acuerdo será menor para todos. Después de una década de conflicto destructivo, las facciones políticas de Venezuela ahora tienen la oportunidad de dirigir conjuntamente al país hacia la recuperación económica y la estabilidad.
Para que el proceso de negociación sea creíble y efectivo, necesitará el apoyo de toda la nación. Las negociaciones que solo dan cabida al gobierno y la principal oposición son insuficientes. Cuando los opositores de Maduro estaban unificados dentro de la Asamblea Nacional, ese modelo tenía sentido. Pero las últimas elecciones legislativas de Venezuela reconocidas por la oposición se llevaron a cabo en 2015, y desde entonces han surgido nuevos liderazgos. Ampliar la participación para incluir a organizaciones no gubernamentales, la Iglesia Católica, instituciones académicas, asociaciones empresariales y laborales, y grupos políticos de centro dará a las negociaciones una mayor legitimidad entre los venezolanos y aumentará la probabilidad de que las conversaciones conduzcan a mejoras en las condiciones económicas y sociales, como han mostrado ejemplos pasados de negociaciones de múltiples partes interesadas en Sudáfrica e Irlanda del Norte.
En lugar de amenazar con castigos económicos, Estados Unidos y sus socios deberían ofrecer incentivos positivos para fomentar el cambio político que Venezuela necesita. Para empezar, Washington puede comprometerse a proporcionar apoyo económico, tanto directamente como a través de instituciones multilaterales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, a un gobierno de unidad nacional venezolano que lleve adelante un programa de reformas económicas, garantice derechos políticos para todos y persiga un proceso de reconciliación nacional.
Trabajar con todo el espectro de las divisiones políticas de Venezuela para resolver la crisis del país puede ser desagradable para los opositores radicales en Caracas y para los halcones de la política exterior en Washington que ven el objetivo maximalista de derrocar a Maduro como la única vía a seguir. Pero su estrategia no ha funcionado, y la confrontación continuada solo empeorará las cosas para los venezolanos. Casi 30 millones de personas enfrentan una realidad diaria angustiante en este país desgarrado por el conflicto destructivo. Un acuerdo político les ofrece la mejor esperanza para encontrar una salida.